domingo, 23 de diciembre de 2018

Apuntes para un manifiesto antifascista
I
Las elites occidentales, quizá condicionadas (más hondamente de lo que la mayoría de sus integrantes están dispuestos a admitir) por un statu quo acrítico y ramplón, han acentuado en las últimas décadas su tendencia a no vislumbrar en la realidad social más que la superficie de los asuntos humanos.

Los que no participan de esa inercia, (animales molestos), han devenido, todos, (¡otra vez!) “comunistas”.

Y esto porque aquellos que asignan un contenido político cultural sustancial al proceso de democratización general de las relaciones sociales, o lo que es lo mismo, aquellos que consideran que el perfeccionamiento de las condiciones de existencia de la especie humana constituye una obra común y que por tanto es necesario contar con todos los seres humanos para realizar esa obra, desde Marx en adelante, fueron, son y serán considerados “comunistas”.

Esto ocurre esencialmente porque el “comunismo” no es una realización estatal, una forma de Estado, sino un proceso político, político cultural y afectivo que se propone la superación de las formas de sociedad que reproducen a escala global la desigualdad.

El estalinismo y otras formas de autoritarismo degradaron hasta la caricatura a los contenidos políticos asociados a la noción original de socialismo y comunismo y las elites conservadoras creyeron y celebraron en los 90 el “fin del comunismo, de la historia”, y hasta de la ciencia…

Pero el topo de la Historia, la praxis humana, la creación de cultura en la forma de instituciones, la pugna por la democratización de las relaciones sociales, el perfeccionamiento de la tecnología y la elaboración de ideas mediante las cuales intervenir en el mundo de la vida para enriquecer la experiencia vital (praxis, afectividad, lenguaje y memoria, -experiencia acumulada / capacidad de juzgar-) no se terminan…

La igualdad genética de la especie humana es un hueso duro de roer, al igual que los privilegios estamentales que produce sistemáticamente la sociedad dividida en clases si su desenvolvimiento no es administrado científico culturalmente.

Y los grupos de privilegio más conservadores, a los que más “afecta” la democratización de las relaciones sociales, lo han sabido siempre aunque por algunos años participaron de la fiesta “del fin de la Historia”.

Cuando observan los restos del neroniano aquelarre dispersos y pisoteados en el fango, el resquebrajamiento de los decorados del festín neoliberal, reaccionan promoviendo una vez más el odio y la crítica de la democracia, que es la crítica de la política, la esfera en la que es posible aunque muy trabajosa y lentamente transformar en un sentido democrático igualitario a la sociedad.

Eso es el fascismo, y eso el neofascismo, aunque se expresen con leves variantes aquí o acullá.

Como desde hace ya varios miles de años lo que está en juego en la sociedad global y al interior de las naciones es esencialmente ese conflicto: el de la democratización o no de las relaciones sociales.

Se trata de una dialéctica propiamente humana a la que no detiene ninguna ideología, ninguna “reacción”, aunque las prácticas políticas conservadoras puedan enlentecer el proceso.

Tal el marco general desde que resulta menester analizar crudamente la realidad contemporánea.

Luego, no todas las prácticas que propenden a la democratización de las relaciones sociales añaden cultura a la civilización ni todas las reacciones contra la democratización son ultraconservadoras.

Pues al proceso de la civilización lo caracterizan complejos conflictos, dialécticas de conflictos cuya trama no aparece prístinamente a la crítica, al espíritu crítico, tal y como nos esforzamos por exponer en “Los naipes están echados, el mundo que viene”.

II

¿A qué obedece la ostensible fragilidad mundial de la praxis política para producir cultura democrática?

Es decir, ¿a qué obedece la crisis del pluralismo?

De esa inquietud resulta necesario partir al analizar la emergencia del neofascismo.

No tanto desde la dialéctica globalización / nacionalismo, a la que sin embargo hay que estudiar con detenimiento, como enfocando el análisis en el problema sustancial de la democratización de las relaciones sociales.


III

Dialéctica globalización / Estado nacional

Desde la segunda década del siglo XXI se están realizando importantes esfuerzos publicitarios por presentar la dialéctica globalización – nacionalismo como el conflicto principal de nuestra época.

Así como antes se enfatizó en el “conflicto entre civilizaciones”.

Esa acción, ideológica y profesionalmente elaborada, (tanto como la anterior) procura encubrir la prevalencia del conflicto respecto de la democratización de las relaciones sociales a escala universal.

Lo nuevo es la radicalidad con la que demasiados agentes económicos se oponen a la democratización de las relaciones sociales y es esa radicalidad la que explica la reemergencia del neofascismo en occidente tanto como el anacronismo del integrismo islámico en el mundo árabe.

La radicalización del fenómeno nacionalista o del conflicto entre religiones mediante prácticas discursivas y estatales que se sustentan en la lógica amigo – enemigo, siempre ellas empobrecedoras de los complejos fenómenos que caracterizan al desarrollo de la civilización, ciertamente, no conduce a ninguna parte.

Como al mismo tiempo el neoliberalismo resiste la democratización de las relaciones sociales exaltando todas las formas del hiperindividualismo mercantilizado, la crisis cultural que afecta a la sociedad global resulta todavía más difícil de revertir.

El nacionalismo radical ha sido históricamente el resultado de una reacción temerosa de algunas comunidades humanas a quedar rezagadas económica, tecnológica y militarmente respecto de otras comunidades humanas.

Y ha sido el resultado de una reacción ante prácticas abusivas por parte de las naciones que encontraron formas más eficientes de producir riqueza, esto es, superioridad económica, tecnológica y militar.

Y ha sido el resultado de la pretensión de grupos de privilegio no suficientemente competitivos de crear un estado espiritual que arrastre a las poblaciones donde están afincados a asumir como suyas la defensa de sus intereses particulares.

Intereses que, efectivamente, en algunas condiciones, pueden coincidir con el de las poblaciones cuyo territorio esos intereses comparten, pues antes que ninguna otra cosa las comunidades humanas organizadas en Estados nación tienen que producir riqueza para satisfacer su reproducción.
Sin embargo, como ha demostrado el fracaso del desarrollismo proteccionista, no todas las prácticas de producción de riqueza generan las condiciones para lograr una razonable distribución de la misma.

Por ejemplo, el discurso contra la extranjerización de la tierra PARECE siempre legítimo, aunque no siempre así sea.

Salvo que se trate de la adquisición de tierras por otro Estado nación con por lo tanto otros intereses estratégicos, el origen del capitalista que produce riqueza mediante la utilización de recursos naturales no tiene casi ninguna importancia, siempre que se trate claro está, de emprendimientos controlados por el Estado en cuanto los problemas medioambientales e impositivos.

La exigencia de las comunidades humanas que habitan en un territorio que cuenta con recursos naturales para que ellos sean usados en beneficio de sus propias aspiraciones a mejorar la calidad de vida resulta, entonces, legítimo, pero en seguida emerge el conflicto sobre a qué sectores de la comunidad beneficia la explotación de esos recursos naturales.

El propietario de una tierra donde se encuentran esos recursos naturales puede decidir no utilizarlos en toda su potencia productiva, porque para la satisfacción de su calidad de vida resulta suficiente el uso de la superficie para para explotar un monocultivo, digamos, soja.

O puede ocurrir que ni él ni el Estado nacional en el que habita cuenten con los recursos y tecnologías necesarios para su explotación según las lógicas productivas competitivas universales.

La democracia establece procedimientos político - jurídicos para resolver estos conflictos de intereses.

El avasallamiento de las instituciones democráticas los resuelve en beneficio de los grupos de interés más poderosos, nacionales o neoimperialistas.

El conflicto globalización / nacionalismo constituye, como venimos de observar muy a vuelo de pájaro, una dialéctica muy compleja.
Y eso que no hemos analizado la cuestión de la “burguesía nacional” …
Y aunque no es el conflicto principal que explica la crisis de gobernabilidad planetaria, es necesario analizarlo tomando en cuenta los fenómenos derivados del “desarrollo desigual”.

Pues históricamente, los conglomerados de capitalistas cuyas actividades productivas están más ligadas a la renta de la tierra tienden a participar de un concepto, de una inquietud por lo nacional, más acentuada que la de aquellos para los cuales la integración con capitales universales resulta imprescindible.

Y reunir fuerzas a escala nacional y regional con el objeto de administrar políticamente la globalización constituye un desafío de la más alta importancia.

Como la globalización no administrada por una praxis política mundial pone en jaque por igual a todos los conglomerados, (por aquello de que el más grande termina comiéndose al chico) los modos de adaptarse a la misma, los industriales integrándose a cadenas de valor, los prestadores de servicios integrándose a grupos o fondos de inversión preservando algún área de actividad, (la logística por ejemplo) los productores rurales pugnando por preservar la propiedad de sus tierras, (potencialmente perfeccionando saberes locales) los trabajadores enfatizando en las políticas que crean empleo de calidad, también emergen de este conflicto diferentes actitudes políticas.


IV

¿Qué pasa que todos los partidos políticos de los países no hiperdesarrollados reproducen sistemas corruptos naturalizados (más o menos corruptos) o cuando ello no ocurre, de todos modos demasiados de sus integrantes caen en desvíos en el uso de los recursos públicos de los cuales se benefician individual o grupalmente?

¿Qué causas profundas explican este fenómeno?

¿La impotencia competitiva de los países que no se tornaron a fines del siglo XIX imperialistas?

Y que, por tanto, ¿no generan suficientes recursos como para apalancar políticas de expansión de sus economías y al mismo tiempo procesos de democratización en la distribución de la riqueza?

¿La carencia de controles institucionales eficientes y las carencias a su vez en el control por la sociedad politizada de esas mismas instituciones a las que se les encomienda el control?

¿Por qué se desencadenaron en las últimas décadas hechos gravísimos de corrupción en España, Italia, Argentina, Brasil, Venezuela, México, Perú… tanto en gobiernos “neoliberales” como “populares”?

Algunos economistas afirman que un país puede considerarse desarrollado cuando sus estructuras económico - políticas son capaces de generar la emergencia de transnacionales, es decir, cuando empresas radicadas en tal o cual mercado son capaces de “conquistar”, instalarse y generar utilidades en otros mercados.

Cuando, por lo tanto, no dependen meramente de la comercialización de materias primas o productos apenas satisfactorios para el mercado doméstico.

Aunque el enunciado omite señalar que en general esos países han logrado ese nivel de “desarrollo” competitivo sobre la base de prácticas imperialistas o neoimperialistas, no puede dejar de reconocerse que según las lógicas capitalistas el argumento puede considerarse como empíricamente comprobable.

En la sociedad moderna el Estado nacional es la fuerza organizada jerárquicamente cuya función es promover la producción de riqueza, administrar políticamente su distribución al interior de las fronteras nacionales para crear estabilidad política así como ejecutar la defensa de los intereses comunes a esa comunidad nacional.

Ese componente objetivo de la realidad en el mercado global capitalista torna como muy relevante a las burocracias y tecnoburocracias que cumplen las funciones estatales. Les otorgan un poder con tanta significación como el que disponen los conglomerados de capitalistas productores de riqueza.
Los unos necesitan de los otros para incrementar y reproducir sus privilegios y en general para hacerlo sofisticadamente necesitan encontrar el modo de incrementar la capacidad económico - financiera de la nación en que se desenvuelven.

Analicemos ahora sobre la base de este marco conceptual muy simplificadamente expuesto al gobierno del Partido de los Trabajadores en el Brasil de principios del siglo XXI. Mejor, veamos qué opciones se le presentaban cuando accedió al gobierno sin contar con mayorías parlamentarias.

Tomamos el caso Brasil pero podríamos analizar situaciones semejantes en decenas de naciones del mundo.

Al PT de Brasil se le presentaron dos opciones, o ingresar a las lógicas corruptas naturalizadas para promover el desarrollo de empresas nacionales brasileñas e implementar procesos de distribución de riqueza, integración social y amortiguación de los conflictos de intereses o pasar por el gobierno sin implementar mayores transformaciones y realizar una gestión político -económica intrascendente…

Aunque también podría haber intentado articular los consensos necesarios para refundar al sistema político brasileño generando una ingeniería político -jurídica y electoral que mejorase la calidad de la gobernabilidad y a partir de ello iniciar el proceso para superar la naturalización de la corrupción perfeccionando la calidad institucional según los intereses nacionales de Brasil en el contexto competitivo de la economía global capitalista.

También para acabar con la creciente naturalización de la existencia de “legisladores” que cada vez más eran y son meros representantes de intereses corporativos.

Podría haber logrado quizá así implementar políticas redistributivas sin afectar la capacidad competitiva de la economía brasileña en el mercado global y perfeccionado la calidad institucional de la democracia brasileña.

Un fenómeno semejante de articulación no expuesta abiertamente entre conglomerados de capitalistas y gobierno ocurrió históricamente en Argentina con la utilización de recursos para la obra pública según lógicas “nacionalistas” muy vulgarmente ejecutadas en la oquedad de relaciones secretas entre “amigos”.

Como aquí estamos enunciando dialécticas de conflicto no agreguemos más elementos a la formulación anterior.

Pero subrayemos que tanto Trump en EE. UU. como Bolsonaro en Brasil lograron canalizar la indignación de buena parte de la sociedad con la aparente incapacidad funcional de los “establishment” de tecnoburócratas demasiado preocupados en defender sus propios intereses promoviendo sin exponerlo claramente acuerdos con algunos (y no otros) grupos económicos “nacionales” o transnacionales.

De suerte que podemos constatar la existencia de una dialéctica de conflicto entre grupos de interés que necesitan del Estado operando en su beneficio tanto en países que no están en condiciones de influir decisivamente sobre las reglas de juego del comercio mundial como en aquellos que sí lo están, entre los intereses de conglomerados de capital eficientes en la producción de riqueza y conglomerados de capital que necesitan del Estado nacional para preservar sus privilegios.

Este complejo de problemas que tienen su origen en el desarrollo desigual de las naciones y luego en las prácticas imperialistas de los siglos XIX y XX no sólo no favorecen, sino que tornan casi imposibles la implementación de políticas democratizadoras de las relaciones sociales, lo que propicia a su vez otro complejo de problemas referidos a la “seguridad”.

V

En el marco general de las lógicas capitalistas globales, en este momento de su conflictiva expansión, son pocos, demasiado pocos, los países en condiciones de generar suficiente riqueza para propiciar al mismo tiempo desarrollo sustentable de sus economías y perfeccionamiento general de la calidad de vida de sus poblaciones.

La causa principal por la que ello ocurre es el carácter radicalmente competitivo entre diferentes espacios geopolíticos por controlar hegemónicamente las reglas de juego del comercio mundial, lo que dificulta enormemente cualquier esfuerzo por implementar políticas de redistribución de la riqueza al interior de los Estados nacionales de desarrollo medio o bajo.

Ello afecta también la capacidad de autonomía de las naciones no desarrolladas, las que cada vez más aparecen como “licitantes” de inversiones y “mendicantes” de mercados donde colocar sus productos y en los cuales sin embargo, aun cuando no logren ni inversiones ni apertura de mercados crece la demanda de las sociedades por alcanzar niveles de acceso a bienes de consumo ya imprescindibles para desenvolver un nivel medio de calidad de vida en las condiciones de la sociedad global actual.

En los intersticios de esta dialéctica entre necesidades materiales y de consumo / posibilidades de satisfacción de las mismas en el actual estado de la economía mundial, ingresan, juntos, el neofascismo, el integrismo islámico, el integrismo evangelista y las organizaciones delictivas, con especial transgresión de las reglas de juego y de las formas de convivencia democrática en aquellas naciones caracterizadas por una histórica desigualdad estructural.

Los guetos de marginalidad estructural son usados por estas organizaciones para reclutar individuos en casi todos los sentidos desesperados (por las lógicas de supervivencia, por las ambiciones consumistas, etc.) con el objeto de producir o movilizar mediante infinidad de acciones delictivas o formulaciones mesiánicas organizadas en comunidades religiosas o prácticas voluntaristas clientelares, miles, (miles) de millones de dólares…
Las disputas entre organizaciones delictivas, “religiosas” y clientelares estatales favorecen a su vez la ampliación de las poblaciones involucradas, crean empleo….
El costo en recursos institucionales, humanos y tecnológicos para combatir a las organizaciones delictivas ilegales sustrae, por lo demás, a las naciones afectadas, recursos para implementar políticas que modifiquen las causas por las cuales los guetos de marginalidad estructural se han generado y reproducido.

El carácter paliativo de las prácticas asistencialistas cuando son operativizadas según lógicas burocrático clientelares, acentúa la marginalidad cuando, en las cíclicas épocas de crisis económica, el Estado deja de estar en condiciones de proveer recursos según esas lógicas.

Mientras en Holanda, Suecia y Noruega las cárceles están casi vacías, en Argentina y Brasil se incrementa la cantidad de poblaciones que habitan en la indigencia, en las cárceles y en la ignorancia (a tal punto que no disponen del lenguaje ni del desarrollo neurológico necesario para imaginar otras opciones de vida que no sea el delito o la sumisión a grupos de poder de matriz religiosa o estatal clientelar) constituyendo un universo de excluidos fácilmente manipulables tanto por las organizaciones criminales como por las diferentes formas de neofascismo, el integrismo islámico y en la actualidad, además, por una suerte de nuevo integrismo religioso impulsado por iglesias evangélicas surgidas en Estados Unidos y Brasil.

Iglesias que en algunos países forman, literalmente, organizaciones de tipo militar.

Y que se cruzan en los “asentamientos” de sectores muy pobres o marginales con las organizaciones delictivas. Compiten por mano de obra barata…
Ciertamente, el resentimiento social de los marginados se expresa de maneras diferentes en, por ejemplo, el mundo islámico, en Rumania o en Brasil y Honduras, pero en todas partes alienta el miedo en las poblaciones de clase media cuya calidad de vida se ve perturbada por sus acciones de supervivencia.

El problema del clientelismo y las prácticas de burocracias políticas que reproducen su influencia mediante las mismas merecería un desarrollo mayor pero aquí nos proponemos exponer contenidos de la complejidad y no ahondar en la multicausal dialéctica en la que se montan: políticas sociales, desarrollo local, superación o naturalización de la pobreza estructural, políticas de empleo, educativas, de vivienda, sus costos, competitividad de la economía nacional, etc.

Esta disputa por el “alma” y la fuerza de trabajo de los sectores vulnerables se opera por parte de actores que para legitimarse se ubican como interviniendo por fuera de la praxis política, a la que acusan de no resolver el estado de indefensión en que esas poblaciones se encuentran.
Pero también, y este es un fenómeno en el cual no se repara suficientemente, la irritabilidad que esas disputas fomentan entre los excluidos alienta el miedo de los conglomerados de capitalistas o productores para quienes la reproducción de sus privilegios depende de un, digamos, orden de estabilidad social y política cada vez más difícil de establecer en Estados nacionales en descomposición.

Como a corto plazo las políticas redistributivas también afectan sus intereses en países no suficientemente eficientes en la producción de riqueza, estimulan la aplicación de prácticas cortoplacistas meramente represivas.

Y este fenómeno en realidad es mucho más grave, pues se desarrolla sobre una cada vez más acentuada inquietud de los conglomerados de capitalistas no suficientemente competitivos frente a las empresas de países hiperdesarrollados y de China y que por ello mismo perciben, sencillamente, que pueden dejar de disponer de instrumentos para reproducir ese su carácter de capitalistas y caer a la condición de asalariados… mejor o peor pagos según sus capacidades, pero asalariados…

Ya antes del triunfo de Bolsonaro en Brasil, con mayor insistencia durante su gobierno, un sinnúmero de “analistas” procuraron “explicar” al fenómeno recurriendo al argumento de la polarización entre “populismos” de “derecha” e “izquierda”.

Lo ya escrito resulta suficiente para marcar la superficialidad de esa línea de razonamiento (aunque los componentes socio económicos que hemos descripto alimentan al populismo y al voluntarismo estatista) pero ante el riesgo de una subvaloración del peligro neofascista, más adelante en este texto observaremos esquemáticamente similitudes y diferencias entre Bolsonaro y Chávez… pues efectivamente ambos exaltaron al nacionalismo y a la religiosidad para legitimar sus prácticas.

VI

Históricamente, el populismo, el voluntarismo estatista y sus versiones extremas, el neofascismo y el autoritarismo “monopolista”, han surgido una y otra vez en sociedades que no protagonizaron una revolución democratizadora de las relaciones sociales en la economía (modernización capitalista) ni en la política: sistema de partidos policlasistas más o menos autónomos de los grupos de interés.

Que no han experimentado la creación de ingenierías jurídico políticas democráticas estables ni procesos serios de distribución de la riqueza.
En la emergencia reiterada de prácticas autoritarias, como veremos, resulta muy influyente la dialéctica sociedad dinámica / sociedad estratificada (en sus variantes esenciales: económicas, político estatales o político culturales).

Es poco frecuente que tengan lugar “reacciones ultraconservadoras” a los procesos de democratización de las relaciones sociales en sociedades dinámicas cuando además han logrado desarrollar horizontalmente la calidad de su cultura política.

Pero estamos aquí procurando analizar las causas profundas que explican, o pueden explicar, al populismo, al voluntarismo estatista, y en momentos de crisis aguda, al fascismo.

Enumeremos ordenadamente algunas:

- Impotencia productiva, debilidad competitiva del Estado nacional (lo público y lo privado) respecto del sistema orgánico universal de generación de riqueza más eficiente en una determinada época histórica, lo que acentúa la radicalidad de la disputa por la (insuficiente) riqueza generada socialmente.

- Incapacidad crónica para desenvolver al mismo tiempo un proceso de desarrollo económico incremental y la democratización de las relaciones sociales, ya sea por causas político institucionales, histórico culturales o (en los Estados no desarrollados) por una incapacidad para insertarse en la economía global sin una dependencia acentuada respecto de intereses neoimperialistas.

- Debilidad organizativa o conceptual (frecuentemente los dos fenómenos están interrelacionados) de las fuerzas potencialmente articuladoras de un proceso democrático igualitario. Ausencia de un movimiento autónomo respecto de cualquier otro grupo de interés de los asalariados en general y de los trabajadores industriales en particular.

- Ausencia de una memoria histórica de procesos democráticos extendidos en el tiempo o que hayan generado institucionalidad democrático igualitaria. (Educación pública de calidad, salud pública de calidad, etc.)

- Inexistencia de empresarios innovadores y por el contrario, costumbres clientelares: dependencia empresarial histórica de los recursos o instrumentos legales provistos por el Estado nacional, es decir, por la sociedad en su conjunto.

- Concentración de poder excesiva en uno o muy pocos grupos de interés, económicos o burocráticos.

- Persistencia de Estados no laicos, donde, por lo tanto, el pluralismo religioso no se experimenta político jurídicamente “en toda su dimensión imaginable”.

- Estados burocratizados en exceso o ausencia del Estado, mejor, de lo público o político comunitario, como factor de integración social.

- Influyente presencia de elites premodernas, (que preservan tradiciones anteriores a la modernidad democrático republicana surgida en occidente tras las revoluciones burguesas y proletarias)

- Debilidad cultural o hiperideologismo de las elites. Naciones donde prevalecen discursos de lo “económica y políticamente correcto” sin que tales presupuestos sean sometidos periódicamente a crítica. (Este fenómeno explica en cierta medida la crisis del liberalismo, pero no podemos ahondar aquí en él. Aquí, reiteramos, nos estamos limitando a exponer problematizaciones).

Como puede observarse, no es en la caracterización superficial de individuos o partidos “buenos” o individuos y partidos “malos” donde hay que buscar las causas de la crisis del pluralismo. Sino en el análisis de todas las dialécticas de conflicto que explican el estado de la sociedad en una determinada fase de su desarrollo.

Dediquemos ahora unas líneas a la democracia.

VII

La cuestión democrática

La democracia no es ni liberal, ni marxista, ni siquiera helénica...

Ni el liberalismo ni el marxismo habían producido elaboraciones conceptuales cuando en Grecia la praxis ciudadana logró plasmar en instituciones la igualdad genética de la especie humana, (sustento esencial de la democracia como tendencia) con la animadversión, ya entonces, del conservadurismo de las aristocracias derivadas de la antigua organización de la sociedad en la forma de clanes familiares.

Desde entonces hasta acá, todo proceso de democratización de la sociedad ha debido vencer la resistencia de los grupos poseedores de privilegios acumulados en formaciones sociales que durante un período histórico permitieron la reproducción vital de la comunidad.

Cuando ya no resultan eficientes a ese objeto en su forma competitiva con otras comunidades humanas se refuerza la tendencia hacia la democratización de las relaciones sociales o, momentáneamente, a la radicalización de las acciones de las clases dirigentes para evitar esa democratización.

Como el ser humano es el resultado de su aptitud transformadora, creativa, (esa facultad distingue a la especie de todas las demás formas de vida), tendencialmente, la democratización de la sociedad constituye algo bastante parecido a un proceso natural.
Pero no se desenvuelve en la nada. Se desenvuelve en sociedades organizadas jerárquicamente desde el origen mismo del proceso de la civilización.

Demos ahora un salto.

Las características y contenidos orgánicos de la sociedad burguesa propenden a extender la libertad, en el contexto estructural de la sociedad dividida en clases, (capital / trabajo asalariado) hasta su límite máximo.

Los conglomerados humanos que no disponen de privilegios acumulados tienden a buscar la manera de superar esos límites, derivados esencialmente de la exclusividad de la propiedad de que disponen algunas clases sociales como Derecho adquirido.

“Derechos adquiridos” a veces en procesos productivos originales e innovadores, a veces por la fuerza, a veces con el consentimiento de las sociedades que para reproducirse necesitan generar riqueza según las lógicas del modo de producción característico de determinada época histórica.

Lo descrito aquí constituye lo esencial del proceso material de la civilización.

Aunque luego resulte necesario añadir a su complejidad la dialéctica de conflicto entre tradición y cambio, los conflictos derivados de la disputa entre diversas composiciones ideológicas, por lo general unas interesadas en preservar privilegios o justificar prácticas pasadas y otras en desafiarlos, etcétera.

El proceso de la civilización se toma sus tiempos para generar el embrión de una nueva forma de producción sobre cuya estructura pueda avanzarse en la democratización de la sociedad.

Toda pretensión de acelerar la historia, por ello mismo, termina en un fracaso.

Tanto como toda pretensión de detener sus tendencias ontológicas, es decir, propias de esa particularidad productiva de la sociedad humana.
En algún momento, muy lejano todavía, la democracia será el contenido y la forma de los niveles de libertad que en ese entonces el ser humano esté en condiciones de desenvolver respecto de la naturaleza y de la organización productiva de su reproducción.

Mientras tanto, el conflicto por la democratización de las relaciones sociales, digamos, enmarca a todos los demás.

Enfatizado esto, ahora sí, podremos más adelante ingresar al análisis del populismo, el voluntarismo estatista y el neofascismo y al análisis de la tenaza que las acciones político económicas promovidas por esas lógicas y prácticas aplican sobre la democracia como forma institucional cuando actúan empujando en la dirección de reproducir privilegios estamentales, superar a martillazos injusticias abusivas, o unificar “a prepo” lo diverso para oponerse a un “enemigo común”.

Pero antes analizaremos las principales causas que han explicado y explican al antisemitismo y el anticomunismo, pues esa animadversión dual constituye uno de los rasgos del neofascismo.

VIII

“Antisemitismo”, “anticomunismo” y el origen del odio a la democracia

El odio a la democracia es esencialmente el resultado, desde siempre, de que constituye la única forma política que posibilita la competencia por la distribución de la riqueza.

Y ese odio en su origen emerge en las castas privilegiadas, pero luego se extiende a otros sectores sociales que por diversas razones, algunas estructurales, /la desigualdad de posibilidades de las sociedades divididas en clases) le temen a esa competencia.

En condiciones de igualdad política y mientras ellas existan, equilibrio de poder entre las clases sociales, (y a consecuencia de ese equilibrio en medio de sistemas de distribución de la riqueza seriamente implementados), la forma democrática impele a los individuos a potenciar sus capacidades humanas (productividad, creatividad) en la dirección de alcanzar niveles de excelencia que le permitan perfeccionar su calidad de vida.

Es decir, optimizar productiva y existencialmente su experiencia vital.

Y aunque ello raramente ocurre en condiciones ideales, porque el punto de partida pocas sociedades han logrado establecerlo en condiciones de igualdad, potencialmente, esa lógica productiva, desde las revoluciones burguesas y proletarias en adelante, opera todo el tiempo en la sociedad global moderna.
A diferencia de lo que ocurría en las sociedades estamentalmente organizadas.
Los fenómenos dramáticamente negativos del capitalismo, que produce, en ausencia de praxis política, concentración de la riqueza, conflictos geopolíticos, alienación, individualismo exacerbado y resentimiento a raudales en los excluidos de acceder a los niveles de vida que en cada etapa histórica resultan satisfactorios para el desenvolvimiento de cada quien, han sido ya expuestos millones de veces, pero aquí resulta necesario exponer uno de sus rasgos más conflictivos.
El que dice relación con su contenido competitivo orgánico, ya presente en las apreciaciones anteriores pero en el que es necesario profundizar, porque es una de las causas más relevantes que explican la emergencia del fascismo, del anticomunismo y del antisemitismo.

El odio a los “comunistas” y a los “judíos” que en la sociedad moderna suele reproducirse periódicamente y en general al mismo tiempo, emerge, en lo sustancial, del mismo fenómeno: la dialéctica capitalismo total ideal / capitalismo monopolista de Estado.

El primero constituye la sustancia del modo abierto en que los individuos y las clases y los conglomerados de capitalistas compiten por producir, innovar, añadir valor, para prevalecer en el mercado, el otro constituye un modo de articulación entre “castas” de jerarcas estatales y capitalistas no suficientemente competitivos para mejor disponer de los recursos generados socialmente con el objeto de preservar sus privilegios.

Ni el capitalismo total ideal ni el capitalismo monopolista de Estado se desenvuelven en la forma específica en que se expusieron aquí arriba porque en la determinación de sus contenidos operan conflictos geopolíticos, prácticas neo imperialistas o proteccionistas parciales, articulaciones entre intereses nacionales, lucha de intereses, puntos de partida diferentes desde el punto de vista de acceso al capital, (desarrollo desigual), aptitudes en la producción de tecnología, estabilidad político institucional y otros componentes, pero lo importante a resaltar aquí es que en condiciones institucionales democráticas la forma competitiva entre conglomerados de capitalistas e individuos opera todo el tiempo en el plano nacional y en el mercado global.

Y esa es la causa de fondo por la cual, tanto la eficiencia adaptativa a los cambios y la capacidad competitiva de algunos conglomerados de capitalistas como los procesos democratizadores de las relaciones sociales empujados por los trabajadores organizados perturban hasta la demencia a los poseedores de riqueza cuando no son suficientemente productivos y por tanto corren el riesgo de perder sus privilegios.

Pues no hay atajos para evadir o salir de las lógicas de un modo de producción cuando este prevalece hegemónicamente o ya se ha extendido a todo el planeta.
O, lo que es lo mismo, cuando las naciones que no incorporan el modo de producción más eficiente entran en procesos de descomposición autodestructiva como comunidades humanas porque no pueden satisfacer la demanda democratizadora de las relaciones sociales de sus poblaciones ni producir la riqueza suficiente para competir con otras naciones en la elaboración de las reglas de juego del comercio mundial.

Las comunidades judías, por algunas razones casuales y otras culturales, como apreció con penetrante lucidez ya el joven Marx, tienen una formidable capacidad de adaptación al cambio.

(¡Crearon al monoteísmo y casi al mismo tiempo la lógica crítica de la autoridad!)

Y lo mismo ocurre a los marxistas que aprenden a manejar sofisticadamente la racionalidad dialéctica elaborada conceptualmente por el genio de Tréveris.

Desafían la inmovilidad considerando respetuosamente la gradualidad de las transformaciones al interior de una tradición que resultó operativa a la supervivencia de la especie.

A todos los demócratas y marxistas que analizan críticamente a la sociedad y participan de esfuerzos democratizadores los hemos presentado antes en esta nota, socarronamente, como “comunistas”.

Lo hemos hecho porque el autoritarismo radical, que se produce cuando algunas clases sociales arremeten con violencia efectiva o discursiva para preservar privilegios que no pueden o no saben preservar innovando, no distingue demasiado entre comunistas, socialistas, demócratas republicanos, liberales igualitarios y democristianos de izquierda.

Es un rasgo del fascismo y casi que exclusivamente del fascismo.

Las elites en peligro son más reaccionarias cuanto más débiles son, muy particularmente en el presente momento histórico cuando habiendo creído que derrotaron “al comunismo”, esto es, en su perspectiva, a toda pretensión democratizadora global, descubren ahora con sorpresa su reemergencia mundial en formas político culturales muy mucho más sofisticadas que las experimentadas durante el siglo XX.

Al conservadurismo, a todas las formas de conservadurismo, pero en particular a las que recurren a la violencia, lo caracteriza, naturalmente, su resistencia al cambio.

Y como en general se trata de elites afincadas en poderes pasados, recurren a la lógica amigo – enemigo con el objeto de reunir voluntades sociales con el apoyo de las cuales fortalecer sus posiciones.

El integrismo evangelista está desempeñando en ese plano un rol central.

La alimentación del encono, la negación del otro, (no el conflicto dialéctico con el otro de la tradición greco - romana) constituye un rasgo reiterado del autoritarismo radical.

La adaptación, y no sólo la adaptación, sino la producción de transformaciones, es en cambio parte constitutiva de la dialéctica teológica judía (en particular de su componente místico) así como de la cosmovisión filosófica ontológica del marxismo.

Esa es otra de las razones que alimentan al mismo tiempo al antisemitismo y al anticomunismo.

Pero lo que más perturba y ha perturbado a los grupos de privilegio estamentales durante los últimos siglos no es esta potencia cultural del judaísmo, del cristianismo original, durante un período histórico del liberalismo político y desde que surgió, del marxismo, sino sus consecuencias prácticas.

Eso es lo que explica por qué casi todas las acciones de quienes pretenden controlar monopólicamente el uso del aparato del Estado para preservar sus privilegios son antisemitas y anticomunistas con el mismo encono. (Aun cuando, como el estalinismo, usara el adjetivo comunista para auto designarse al haber emergido de la revolución bolchevique, mientras por otro lado asesinaba uno a uno a los dirigentes “comunistas” en el sentido de Marx).

Les irrita hasta la irracionalidad no solamente la adaptación al cambio de las comunidades judías y de los que interpretan al mundo según las lógicas de la racionalidad dialéctica, sino la producción de cambio.

Lo que se expresa, en el caso de las comunidades judías, en la capacidad productiva en el plano económico y cultural en general (acontecimiento que desafía a las clases estamentales) y en el caso de los “marxistas”, en la capacidad política para desafiar a las clases estamentales en la competencia por la dirección del proceso de la civilización.

En su origen, los sucesos que condujeron al fenómeno que muy superficialmente describimos, pero cuya enunciación resulta inevitable si se aspira a comprender el encono antisemita y anticomunista del neofascismo, ocurrieron más o menos así.

Las comunidades judías dispersas en Europa se mantenían comunicadas entre sí, orientaban su praxis productiva tanto hacia el trabajo manual como hacia el trabajo intelectual (al contrario que las elites feudales, que despreciaban al trabajo manual: para eso estaban los campesinos).

Cuando comienza a surgir el sistema capitalista asumen naturalmente, (junto a otras, muy pocas, comunidades humanas) como subraya Marx, el carácter de comerciantes de los excedentes de producción. Se adaptan rápidamente al cambio y lo empujan. Fueron desde entonces y siguieron siéndolo, protagonistas innovadores del sistema de producción históricamente más eficiente y que por ello sustituyó tras un proceso revolucionario al feudalismo.

Ese es el origen hondo del antisemitismo político, (que también tiene un componente religioso del que aquí hacemos abstracción) pues en su forma social surge de las clases aristocráticas más conservadoras –algunos propietarios feudales- y luego toma formas ideológicas en todas aquellas naciones que más dificultades han tenido para desenvolver procesos dinámicos de movilidad social ascendente.

El anticomunismo y antes el antiliberalismo, tiene esencialmente también ese origen.

Las clases sociales protagonistas de la ruptura de la sociedad estamental en la que la riqueza se transmite hereditariamente como si se tratarse de un proceso natural, la burguesía y el proletariado, son enfocadas como el enemigo por las clases que habían administrado monopólicamente durante muchos siglos el poder del Estado…

Y aunque no lo parece, la reacción violenta de los actuales conglomerados de capitalistas ineficientes en la producción competitiva de riqueza o en la administración político jurídica de estabilidad social en sus respectivos países, sigue respondiendo a la misma lógica.

Eso esencialmente explica a Bolsonaro, y no la “corrupción”, y la “seguridad”, aunque los fenómenos sistémicos de corrupción alimentaron la potencia manipuladora de los grupos de interés que respaldaron su acción electoral.

Es la impotencia productiva (económica e institucional) y la ceguera interpretativa respecto de los complejos problemas que entraña la universalización de la forma de producción capitalista la que provoca la emergencia del ultranacionalismo y el neofascismo, el miedo y la incapacidad para gestionar el cambio y preservar sus privilegios por parte de demasiados conglomerados de capitalistas al mismo tiempo.

Los demás componentes forman parte de la realidad, pero no la explican. Y para enfrentar al neofascismo es imprescindible comprender la complejidad de los fenómenos en que sustentan su acción reaccionaria ante el proceso evolutivo de la civilización.

El sistema capitalista de producción es un organismo muy complejo sobre el que se han escrito y se seguirán escribiendo miles de libros, pero lo que ha quedado demostrado con suficiente experiencia empírica es que toda pretensión de superar sus contradicciones mediante prácticas estatal nacionales y nada más que estatal nacionales, ahondan los conflictos derivados de sus contradicciones, en lugar de superarlos.

Afirmación que nos conduce a analizar al voluntarismo de izquierda, al populismo y a presentar algunas de sus diferencias con el neofascismo.

Nota.- El conflicto palestino – israelí (el más complejo entre dos pueblos en la historia de la humanidad) y la cruzada del integrismo evangelista para, desde Jerusalén, convertir a los judíos al amor a su extraño Cristo individualista o si ello no ocurre, cuando llegue el momento, intentar aniquilarlos en solemne alianza con el integrismo islámico, (pues antes tienen el problema de los “comunistas”), quedará para alguna nota que se ocupe específica y únicamente de ese conflicto. Y esto porque el conflicto palestino – israelí, en el que sin duda la mayoría del pueblo palestino, no sus elites políticas, menos las integristas islámicas, son víctimas, está siendo usado por sectores neofascistas que coordinan con grupos de ultraizquierda formas de “resistencia” a la globalización, de modo de encubrir así prácticas vulgarmente nacionalistas mediante las cuales buscan apoyo popular para la defensa de privilegios oligárquicos.

IX

Así como a principios del siglo XX la expansión imperialista competitiva de varias naciones industriales al mismo tiempo abrió un periodo histórico de conflictos radicalizados que en sus expresiones más graves concluyeron en la segunda guerra mundial, así el proceso ya no brutalmente militar por “el reparto del mundo” pero no por ello menos perturbador conocido como “globalización” desata a principios del siglo XXI inquietudes legítimas, reacciones histéricas y conservadurismos corporativistas de muy diversa naturaleza.

La globalización “desmadrada” constituye el contenido de fondo que explica por qué todos aquellos países que no logren administrar científicamente al conflicto ingresarán en procesos de descomposición más o menos acelerados. Una de la primeras expresiones de esa descomposición en la esfera político cultural es la crisis del pluralismo, así como en la “base”, es decir, en el plano económico, lo es la creciente dificultad para generar políticas estables de distribución de la riqueza.

Los problemas actuales de la civilización (ya irreversiblemente universal) requieren la aplicación de una dialéctica muy sofisticada de gestión político económica de la globalización que tome en cuenta intereses muy diversos.

Y lo que ocurre en cambio es una desesperada arremetida de intereses corporativos.

El Brexit, Trump y Bolsonaro son apenas la punta del iceberg de una dinámica reactiva a la globalización que las naciones más influyentes no han encontrado el modo de administrar político jurídicamente.

Pero demos unos pasos atrás.

¿Qué contenidos caracterizaron, a grandes rasgos, al peronismo y a la praxis política de Hugo Chávez cuando inició su movimiento?

¿Y en general a la realización histórica de Getulio Vargas en Brasil?

Una reacción contra la abusiva concentración de la riqueza por parte de elites “oligárquicas”, una reacción nacional contra el mismo fenómeno de concentración de la riqueza por parte de países “imperialistas”, la voluntad de administrar políticamente los recursos naturales, la promoción de procesos de industrialización mediante capitalistas ideológicamente “comprometidos” y en algunas áreas mediante empresas del Estado.

También una ambigua crítica de la falta de “espíritu” de capitalismo del tipo de la que surgió en los países menos desarrollados de Europa a fines del siglo XIX…
Pese a sus inmensas riquezas ni Argentina ni Brasil ni Venezuela (por separado) habían logrado disputar espacios en la elaboración de las reglas de juego del comercio mundial. Sus elites tendían por lo general a buscar alianzas con tal o cual espacio de poder geopolítico.

Los movimientos “nacional populares” se proponían aglutinar fuerzas para revertir esa debilidad crónica.

A modo de generalización puede añadirse que la cuestión democrática no resultaba para esos movimientos una prioridad, aunque los primeros signos de la “guerra fría” estimulaban debates sobre las mejores formas institucionales para lograr esos objetivos.

No es posible aquí analizar el proceso político sudamericano en el siglo XX y sus semejanzas y diferencias con el europeo de principios del mismo siglo, así como la crisis actual del viejo continente, con el rigor que resulta cada vez más necesario. Pero a los propósitos de este escrito resulta relevante hacer notar que el nacionalismo (y el latino americanismo tanto como el europeísmo) participó durante el siglo XX de una dialéctica muy compleja de asimilación/ rechazo al liberalismo político y al marxismo.

Ardao, Real de Azúa, Rodó, Quijano…son autores uruguayos a los que vale la pena releer en la búsqueda de insumos interpretativos respecto de esa dialéctica, lo mismo que la obra del argentino José L Romero, o la obra de Carlos María Ramírez, Petit Muñoz y Julio Rodríguez sobre el “artiguismo”, (por José Gervasio Artigas, el único caudillo realmente democrático de la gesta independentista de América del Sur).

La influencia del “artiguismo” y el “batllismo” (por José Batlle y Ordoñez) en la constitución del Frente Amplio de Uruguay a través de su principal líder histórico, el general Líber Seregni, también merece rigurosa atención desde la misma perspectiva.

Y el análisis crítico de la Revolución cubana.

Y la obra de Mariátegui, Leopoldo Zea y Methol Ferré…

Y la designación de Bergoglio como Papa Francisco…

Y el nacionalismo autonomista antiglobalización de algunas elites europeas contemporáneas…

Y la vigencia política o no de aquel esfuerzo autonomista que procuró tomar distancia de los principales poderes geopolíticos del siglo XX bajo la caracterización más bien débil de “tercerismo”…

Como ese ambicioso proyecto el autor de este escrito lo encarará algún día cuando se haya derrotado al neofascismo emergente, por ahora nos limitaremos únicamente a establecer una diferenciación entre “nacionalismo popular”, “corporativismo elitista”, “voluntarismo estatista”.

Al peronismo se lo calificó en su tiempo como “populismo” y a sus sectores más radicales como “populistas de izquierda” y al “bolsonarismo” se lo calificó como “populismo” de derecha, aunque la cuestión de la igualdad de oportunidades no le inquietaba en absoluto, ni siquiera como aglutinador de masas y la cuestión nacional...fue usada como discurso, pero no como praxis autonomista democratizadora.

A todos estos movimientos los caracterizó y caracteriza un cierto militarismo, (una subestimación de lo político) el uso y abuso del concepto de lo nacional popular, que nunca se sabe muy bien qué es, pero que esencialmente, tanto a “izquierda” como derecha aspira a dar por superada la lucha de clases y unificar lo diverso mediante la exaltación nacionalista y la rememoración espiritualista de la superior autoridad de un Dios propio y exclusivo.

Pero unificar lo diverso con propósitos estatal nacionales no es lo mismo que administrar intereses plurales para desarrollar un proyecto nacional (o regional) de desarrollo económico orientado a la democratización de las relaciones sociales.

Quizá lo haya comprendido Getulio Vargas cuando decidió suicidarse.

Al contrario que a los movimientos “nacional populares” sin embargo, al “bolsonarismo”, (versión radical del uribismo), lo caracteriza un “corporativismo elitista” que se parece mucho, pero mucho, al fascismo y al franquismo…

Cada clase en su lugar es la forma de bailar, parecen cantar, luego de glorificar a su Cristo individualista, sus principales exponentes, casi todos ellos emergidos de o muy cercanos a burocracias militares que también tienen intereses económicos que conservar.

En términos generales puede decirse que en Argentina el peronismo desplazó en su tiempo a una oligarquía terrateniente cortoplacista que en tanto se consideraba a sí misma como la única elite en condiciones de gobernar reaccionó con hondo resentimiento y violencia y en Brasil el “bolsonarismo” no fue sino una reacción anti política ante la perspectiva de un nuevo triunfo de la izquierda.

(Los groseros errores de la izquierda brasileña constituyeron una causa de que lo hayan logrado, pero como hemos visto en capítulos anteriores, no la causa que explica al fenómeno).

Y hay que volver a subrayar, como lo hicimos antes en este escrito, que lo que en todos los casos emerge como motivación estructural luego expresada ideológicamente es la impotencia productiva competitiva de Argentina y Brasil, como antes había ocurrido en Alemania e Italia…

Lo que los diferencia es en un caso (bolsonarismo, uribismo) el odio de clases hacia los trabajadores organizados y en otro una pretensión de representarlos eliminando de su horizonte crítico al conjunto de los conflictos de intereses, (peronismo, varguismo, chavismo).

Y en todos los casos, formas diversas de voluntarismo cortoplacista que prescinde de un análisis serio de las características esenciales del sistema capitalista de producción.

El “chavismo” también fue en su origen un movimiento nacionalista, autonomista respecto del uso y destino de los recursos naturales, aunque derivó luego, al chocar con las prácticas neoimperialistas impulsadas por sectores “golpistas” de la oposición, hacia un cóctel ideológico en el que dialogaban, pero en el pasado, ubicados en el pasado, Perón y Marx, Laclau y Lenin, Bolívar y Gramsci, un catolicismo anticapitalista teóricamente débil, un voluntarismo estatista que anula el dinamismo de la sociedad civil capitalista (su fuerza motriz) y una reacción militarista a la pretensión organizada y profesional de aniquilarlos por parte de movimientos, digamos rápido, neofranquistas, como el uribismo y ahora el bolsonarismo…

A diferencia de los movimientos que se autodefinen como “nacional populares”, propulsores de formas radicalizadas de praxis política que se proponen “superar” la lucha de clases aglutinando al “pueblo” contra un enemigo real o imaginario, el neofascismo se propone la anulación de toda tradición política (marxismo, liberalismo) que considera a la lucha de clases como impulsora de una cada vez más sofisticada ingeniería democrática institucionalizada o al Derecho como la esfera político cultural en la que puede desenvolverse civilizadamente el conflicto por la distribución de la riqueza y en términos de proceso histórico la democratización de las relaciones sociales.

Al igual que el nazismo y el fascismo utilizaron cínicamente el eslogan “nacional socialismo” para encubrir su encono contra toda praxis que condujera a la democratización de las relaciones sociales, el bolsonarismo y el uribismo en América del Sur hacen lo mismo pero utilizando el calificativo “liberal” para encubrir su mera intención de poner todos los recursos del Estado nacional en la defensa de intereses particulares de conglomerados de capitalistas ineficientes en el mercado global.

Se trata de anular toda aspiración democratizadora de las relaciones sociales por parte de elites improductivas y burocracias privilegiadas.

El Estado a su servicio, en las áreas que dominan (producción de materias primas) y entrega de todas las demás áreas en disputa a conglomerados de capitalistas globales ideológicamente caracterizados como “amigos”.

Esa lógica, al igual que ocurrió con el fascismo y el nazismo, crea castas de burócratas… que al viabilizar el modelo concentrador de poder y de riqueza, participan de la (breve) fiesta…

En el caso de Europa la crisis es algo más compleja pues por un lado ha alcanzado un desarrollo económico e institucional más elevado que América del Sur pero por otro, la distancia entre países centrales y países “periféricos” se ha acentuado como consecuencia del alto costo de sus pretensiones neoimperialistas. El Brexit fue expresión de esa dialéctica de conflicto.

Trump viajó en 2018 a Europa varias veces a decirles que autofinancien sus pretensiones neoimperialistas o dejen de disputarle la hegemonía del liderazgo por el control de las reglas de juego del comercio mundial, sobre todo en el plano monetario.

Como hemos indicado antes, la impotencia productiva de la mayoría de los países según las lógicas del capitalismo total ideal, las debilidades institucionales, la miopía cultural, constituyen el trasfondo de la crisis del pluralismo en occidente, pues aunque aquí estamos reseñando sus casos extremos, donde por ello mismo el riesgo de la emergencia del neofascismo es mayor, es en casi todos los países occidentales donde en el presente momento histórico se acentúan los conflictos que emanan de una gestión político culturalmente simplista, híper ideologizada, a veces grotesca, del proceso de la civilización.

Desde la revolución bolchevique toda praxis gubernamental que desconoce la complejidad de las leyes orgánicas del capitalismo produce algún tipo de voluntarismo cortoplacista que termina en la burocratización de las sociedades y toda aquella praxis que paralelamente, desconoce las complejas articulaciones político jurídicas que demanda la democracia –distribución de la riqueza, democratización de las relaciones sociales- pretendiendo poner al Estado a operar meramente a favor de tal o cual interés particular termina produciendo niveles de fragmentación e inestabilidad que obstruyen al dinamismo de la sociedad.

Mientras ello no se revierta abundarán los Trump, los Bolsonaro y otros especímenes de esa “naturaleza”.

La articulación política de la dialéctica convivencia democrática, lucha de clases, proyecto regional de desarrollo constituye la única “vía” para evitar el ahondamiento de la crisis a corto plazo, y la gestión político jurídica de la globalización para ir superando los problemas derivados del “desarrollo desigual” la única solución a largo plazo.

Los desafíos político prácticos que emanan de esta lógica necesitan, ciertamente, de un “sujeto” universal de los cambios…

La reacción que procura instrumentar proyectos nacionalistas burocráticos en interés de grupos específicos que sin el recurso del control casi monopólico o monopólico del poder del Estado no podrían preservar sus privilegios no constituye más que un desesperado intento de resolver a martillazos los conflictos derivados de la universalización definitiva del sistema capitalista de producción.

En América del Sur, sin proyectos de desarrollo económico, regionalmente concebidos y afincados en la riquísima dialéctica multicultural del continente, no será posible implementar la integración latinoamericana (única forma de evitar la progresiva descomposición institucional de casi todas las naciones del continente).

Y esa articulación no puede implementarse sin lógicas policlasistas.

No es en absoluto casual que emerjan todos los días movimientos que alientan intereses particulares intentando suprimir la mediación de los partidos políticos.

Los partidos políticos, dado su carácter cada vez más policlasista, pues cada vez más policlasista es la propia sociedad, tienden a buscar soluciones articuladoras que no son del agrado de quienes propician discursos antipolíticos para defender privilegios mediante prácticas autoritarias de muy diferente naturaleza.

Sin praxis política no es posible abrir esferas de debate público donde los intereses generales de la sociedad puedan articularse.

Únicamente consolidando la calidad de la democracia según sus formas político jurídicas hasta el presente más elevadas, tal empresa podrá abordarse seriamente.

Ni el globalismo radical ni el proteccionismo coyuntural ni ninguna forma de autoritarismo resolverán en occidente la crisis, la complejísima crisis civilizatoria que atraviesa la humanidad.

Hay una sola forma de resolver en serio los problemas contemporáneos derivados de la “globalización” y del inicio de la superación de las lógicas histórico políticas producidas por el Estado nacional que la socialización mundial de la producción empuja; se trata de la gestión científico cultural del proceso de la civilización entendido en su carácter orgánico universal.

Todo lo demás es agonía, degradación espiritual…

A menos que occidente, la sociedad occidental que ha acumulado cultura democrática durante casi cuatro siglos logre re - generar la bella consigna con la que se inauguró la modernidad:

¡Humanistas de todos los países, uníos!
Gerardo Bleier



GB